miércoles, agosto 26, 2009



La moda saco

Hasta entonces yo había sido una niña-mariposa me movía vivaracha por todas partes. Cuando mi padre volvía de trabajar, yo corría a su encuentro. Él me tomaba en brazos, me lanzaba al aire o me hacia girar como las aspas de un molino. Por las mañanas, ayudaba a mi madre a limpiar el polvo, me encaramaba a las mesas, subía a las sillas, trepaba por los estantes de la librería para llegar a los libros mas altos . Entre mis hermanos pese a ser la menor era la más veloz.
Era una mañana de primavera. El aire estaba perfumado por las acacias en flor. Era domingo de ramos. Mis hermanos llevaban una palma que apenas podían sostener, yo una hojas trenzadas, más liviana . Fuimos a misa de doce. Mi padre me llevaba de la mano y mis hermanos escoltaban a mi madre. Al terminar la misa, en el kiosco de periódicos, elegimos los tebeos para la semana. Después paramos en una cervecería a tomar el aperitivo. Los niños gaseosa y patatas fritas, los mayores cerveza y gambas a la plancha. Al salir mi madre nos recordó “No os olvidéis de las palmas” La mía no estaba, la había dejado olvidada en el puesto de periódicos. Salí corriendo a buscarla sin ver el coche que pasaba justo por delante de la puerta.

Pasé la primavera en una crisálida de escayola. En verano, cuando abrieron el cascarón, salió, una larva blanquecina y gorda. Esa era yo.
Durante los tres meses de convalecencia me habían mimado y atiborrado a dulces. Mis hermanos se gastaban su paga en golosinas, que yo comía vorazmente como si allí estuviera toda la felicidad que había perdido. Mi padre todas las tardes al volver del trabajo paraba en la pastelería para comprar milhojas de crema, merengues de café, o palmeras de chocolate que yo comía hasta la última migaja, mostrando así mi agradecimiento. Mi madre, como todos dispuestos a endulzarme la vida, preparaba pudings de manzanas, flanes de leche condensada o tartas de yema para el postre. La suma del exceso de dulces y la inactividad forzosa dieron como resultado un aumento de peso considerable. Era una bolita blanda y fofa que apenas se podía mover, las articulaciones de las piernas se habían quedado rígidas y me dolían terriblemente al andar.
- No pasa nada. Dijo el medico. Con la natación pronto olvidará lo que ha pasado, ha tenido mucha suerte, no le quedaran secuelas.
Como los años anteriores pasaríamos el verano en la casa de mis abuelos en la costa granadina, allí con los baños de mar todo se solucionaría. Mi madre comenzó con la tarea de probarme ropa, pero, no entraba en ninguno de mis vestidos, había aumentado mas de dos tallas.
- No pasa nada, dijo mi abuela, compararemos unos retales y le haremos unos vestidos a la moda.
A la moda saco, que según ella se llevaba mucho ese año.

La moda saco era exactamente eso, un saco. Dos rectángulos cosidos por tres laterales dejando espacio para pasar los brazos y un agujero para meter la cabeza. Claro que para que pareciera un vestido de niña, le pusieron volantes abajo, puntillas en el cuello y lazos en la espalda. !Horroroso! Ahora era una larva torpe disfrazada de payasa.
Los mimos y los caprichos desaparecieron en cuanto me puse en pie, mis hermanos se gastaban la paga en sus aficiones, mi padre dejo de traer pasteles y mi madre me regañaban en cuanto pedía un helado o robaba un terrón de azúcar, o una onza de chocolate.
- ¿No te ves gorda y torpe? Pues entonces, no puedes tomar esas cosas, come mejor fruta.
El primer mes fue un infierno, cuando salia a la calle tenia la sensación de que todos dirían.! Ahí va el saco de patatas! Las amigas de mi madre comentaban, sin ninguna discreción, !Qué gordita se ha puesto! Ella que era tan mona. De donde podía deducirse que estaba hecha un adefesio. En el parque, me tenia que conformar con mirar a las niñas saltar a la comba, o, ver a los hermanos montar en bicicleta. En la playa era mejor. Según llegábamos, me quitaba el saco de toalla con rayas azules verticales, para que pareciera mas delgada, e iba todo lo rápido que podía a sumergirme en el mar. Allí permanecía hasta que me llamaban para volver , intentando que nadie viera el espantoso bañador que me habían comprado.
El segundo mes fue mejor, los baños de mar hacían su efecto, fui recuperando la movilidad de las piernas, empecé a saltar y correr como el resto de las niñas. Al final del tercer mes, había adelgazado y había crecido. Un día al mirarme al espejo descubrí que la larva se había convertido en libélula. Tome todos mis ahorros y fui a una tienda comprarme un vestido. La dependienta me miró asombrada cuando le señalé el que quería.
- No creo que te venga.
- Yo si lo creo, déjeme probarlo, tengo dinero.
Saqué un montón de duros que puse sobre el mostrador.

Era un vestido de gasa azul haciendo aguas con verdes y morados. Se ceñía al cuerpo por delante y la espalda, desnuda, quedaba cruzada por dos anchos tirantes que se sujetaban a la cinturilla y una falda corta con mucho vuelo.
Perfecto. Pensé. Soy una libélula de mar. Y fui corriendo a la playa. Comencé a correr por la orilla agitando los brazos y mojándome los pies. !Gracias! Gracias! !Gracias! le gritaba al mar. De pronto, dejé de tocar la arena. Volaba, volaba, volaba, mar adentro.

Imagen: Botero

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Linda y emotiva historia, lechucita. ¿Cuánto hay de realidad en ella?
Un beso a la libélula voladora
D.

Anónimo dijo...

He de agregar que en mi niñez leía las revistas de humor pícaro que mi papá llevaba a la casa. Todos los chistes de esa época se referían a la moda saco, en el sentido que era una moda odiada por los hombres, porque ocultaba las curvas de las mujeres.
D.